Iba a ser el verano de las cervezas y los rompeolas, el de los Beach Boys y las playas de California. El de las melodías surferas y los coros bulliciosos. Cómo iba yo a saber que los no- sitios son caprichosos , en sus bandas sonoras no hay señales ni mapas ni estaciones. Como el amor, son lugares raros dónde las lagartijas reptan por el porche a la misma hora. Todos los atardeceres, como si fuera un simulacro. Y mientras suenan pianos quebradizos y aúllan unas cuerdas que duelen, se quedan quietas y distantes en la noche, escuchando los valses tristes que lloran un verano feliz. Como cualquier borracho distinguido.
Cómo iba yo a saber que todos lo tiempos perdidos viajarían apilados en la bodega de un avión. Albumes con nombre de mujer que ya no iba a volver a abrir. Recuerdos embalsamados sobrevivienendo al zumbido de un pasado que vuelve a dónde empezó todo. Ahora es tiempo de soltar amarras, de lanzarse a quemar naves. Como Cortés. Sueños de capitán al final de la noche. De escuchar el fraseo desidioso pero lapidario de alguién que nos alienta a hacerlo así. Y lo sabemos hacer. Es tiempo del boxeador que sentado en su rincón, con la mirada vaga y el cuerpo ya inmune a los golpes, no siente miedo porque ha perdido mil veces. Y sonríe . Cada esquiva , un requiem. Cada crochet, una nana. Es tiempo del poeta que quema todos sus fantasmas para enterrarlos bajo el hollín irónico de unos textos que interpelan y pican como un aguijon balsámico. Como una verdad desnuda:
“Como iba yo a saber que estabas tan cerca realmente, que ni mirando de frente.”
Ha sido el verano de Rafael Berrio.
El verano de 1971.